Un legado de trabajo, amor y cuentos bajo la luz del chonchón, es lo que se puede resumir del Cuento con que Francisco Flores participó de un importante concurso nacional.
"Había una vez…" Así comenzaban las noches mágicas junto a su padre, un hombre de campo que, con su guitarra y un libro de cuentos, transformaba la dureza de la vida en historias llenas de sueños. Es la historia real de un hombre nacido entre cuecas y tonadas, que enfrentó la adversidad con voluntad y tesón, y dejó como herencia un amor por la lectura, la música y la vida misma.
Su vida, marcada por el trabajo duro, las tradiciones rurales y el amor incondicional hacia su familia, se convierte en un relato que nos recuerda la importancia de los lazos familiares, la transmisión de valores y el poder de las palabras para crear mundos de ensueño.
A continuación el cuento:
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MI PADRE; EL CUENTA CUENTOS Había una vez … Esta es una historia real de un hombre de campo como muchos en épocas pasadas que, sin otro poder más que la voluntad y el tesón por sacar a su familia adelante luchó contra la adversidad convertida en trabajo duro e inclemencias de la naturaleza. Nacido entre el bullicio y algarabía de las cuecas y tonadas de un 18 de septiembre de 1932, acontecimiento que marcó para siempre su vida como un hombre trabajador, bueno para el vino, el guitarreo y una juventud alocada como la de tantos. De madrugada era lo mismo enyugar los bueyes y colgar la carreta que ordeñar una vaca para la leche y que su madre pudiera hacer el queso que tanto le gustaba Entre surcos de papa y eras de trigo poco tiempo quedaba para ir a la escuela pues las faenas ganaban el tiempo y no permitían el ocio en ninguna de sus formas porque el trabajo era demasiado. Por las noches mientras duraba la lumbre del chonchón a parafina trataba de sacar notas a la guitarra que era el tesoro que habitaba en su casa. Sus primeras notas fueron de una vieja canción mexicana perdida y avecindada en las alturas de Butamalal que bajó hasta Cañete sobre una carreta con 40 sacos de carbón de madera nativa para temperar las casas de los vecinos y que marcó el inicio como cantor popular de mi padre adolescente. Su padre, hombre curtido por el sol y el trabajo duro, con las venas de sus antebrazos abultadas como resultado de levantar los rieles trabajando en el tendido de la línea férrea del tramo Los Sauces- Lebu no sabía leer ni escribir, pero sabía los secretos de la naturaleza por su olor. Su madre, una mujer menuda de estatura pero de carácter fuerte y dominante tenía también su lucha diaria con la naturaleza para cumplir con los quehaceres de casa en silencio porque no había a quien reclamar y con lo demandante que era la atención de su numerosa prole era razón suficiente para agachar la cabeza en la batea y restregar la ropa pronto porque luego había que ver las gallinas en el corral. Su padre le enseñó las artes de montar a caballo que era necesario para el desarrollo de las actividades de traslado de animales desde y hacia los diferentes cercos del fundo donde estaban radicados; cada mañana debía llevar desde aquí y traer desde allá manadas de novillos para apacentar porque así lo mandaba la rutina diaria. Debía llevar novillos desde las alturas del fundo hasta las aguas del río Caillín para que saciaran su sed y en una peregrinación que parecía interminable cambiar de cercos en la medida que los “aguaba”; como él decía. A los 17 años ya era un experto guitarrista de cuecas y tonadas por lo que cada año en los días de Fiestas Patrias se iba a las ramadas y no regresaba a casa hasta que se hubo ido el último de los peregrinos que “celebraban” la dichosa fiesta a su manera. La guitarra y mi padre fueron inseparables por mucho tiempo. Las sendas polvorientas desde “Camino a Cayucupil” hasta la “cancha de carreras” lo vieron pasar muchas veces como un rayo galopando a caballo mandado por su padre a cumplir funciones de campero entre la bueyada porque él debía estar en otra faena y solo confiaba para tales deberes en su hijo. A los 21 años de edad conoció una muchacha de 14 de la que se enamoró perdidamente y ella de él cuando lo escuchó tocar la guitarra al cantarle un vals peruano a modo de serenata… Recuerdo aquella vez..Que yo te conocí… Recuerdo aquella tarde, pero no me acuerdo ni cómo te vi… Pero sí te diré… Que yo me enamoré… De esos tus lindos ojos y tus labios rojos que no olvidaré…; el enamoramiento de la muchacha fue de tal magnitud que en adelante nunca tuvo ni siquiera pensamientos para otro hombre que no fuera por el que la había conquistado románticamente con aquella canción. No tardó en venir el matrimonio y tan pronto como eso; el primer hijo, que de acuerdo a la costumbre llevó su nombre; y luego su segundo hijo cargó sobre sus hombros el nombre del abuelo para que siguiera cual dinastía real existiendo en los días venideros. El vástago mayor se marchó luego con los abuelos, motivo por el que la rancha se sintió grande, mucho más de lo que era. Las comodidades no eran muchas; más bien precarias, pero mi padre tenía otra pasión aparte de la guitarra, la lectura que significaba que papel escrito que caía a sus manos era leído con pasión y entusiasmo. Cuando cumplí cuatro años de edad me enseñó a leer en una novela de aventuras del oeste y junto a él todas las noches nos instalábamos al pie del chonchón a parafina a leer novelas de aventuras y policiacas además de libros y enciclopedias que él traía de algún lugar. Un día llegó contento diciendo: adivina lo que traje, un libro de cuentos. Era un libro precioso, de aquellos que llamaban empastados y que traía muchos cuentos de todo tipo así que por la noche me dijo: anda acostarte que voy enseguida. Entonces trajo un piso de mimbre, el chonchón a parafina, se sentó al lado de la cama, abrió el libro y comenzó a leer: “Había una vez un reino…” y me dormí escuchando la voz de mi padre haciéndome viajar por mundos de ensueños que nunca conocería pero que en su voz los tenía a mi alcance. Por la mañana muy temprano me ayudó a ensillar el caballo porque me quedaba grande y luego ensilló el suyo y nos fuimos a los diferentes cercos a ver los animales para luego al regresar enyugar los bueyes, colgar el carro maderero y sobre aquel afirmar el hacha, la cadena, el combo y las cuñas porque había que llevar unos trozos hasta el aserradero porque necesitábamos unas tablas de 10 pulgadas para realizar reparaciones en el galpón donde se guardaba el forraje para los animales en invierno. Los trozos estaban en las faldas de una quebrada por lo que hubo que “engatarlos” para arrastrarlos hasta la planicie y cargarlos en el carro maderero; medio día estuvimos en esta faena y el resto en el acarreo hasta el aserradero que no estaba muy lejos. Por la tarde rápidamente me fui a bañar al estero El Carmen y tan rápido como pude me fui a la cama; no sin antes colocar una silla al lado de mi cama hasta donde llegó mi padre con el libro de cuentos; me miró, abrió el libro y comenzó a leer: “Había una vez un reino muy lejano…” y escuchando aquella gruesa pero tierna voz, me dormí plácidamente. Aquel día era diferente porque colgamos al yugo de los bueyes el carro ripiero y tiramos adentro las palas puntiagudas porque había que ir al río Caillín a sacar ripio para entregar a los albañiles del cementerio ya que se acercaba noviembre y se realizaban los arreglos de las tumbas para los visitas de los familiares el día primero de noviembre. Delante y detrás de mi padre iban cuál procesión religiosa cantando y haciendo algarabía como escolares los demás “viejos” profesionales en el arte de arrancar el preciado material al río y con ello suplir las necesidades de sus hogares, que no son pocas; incluída en el paquete de abarrotes la infaltable botella de vino para mitigar las penas y ver la vida con optimismo. Por la noche antes de acostarme sagradamente me fui a bañar al estero El Carmen y luego como era ya habitual llevé el piso de mimbre y puse el chonchón a parafina sobre el cajón que hacía de velador y esperé a mi padre que antes de abrir el libro me dijo: el cuento de hoy está muy bueno para luego con mucha parsimonia decir: “Había una vez un Rey que…” Los días de guitarreo en las ramadas y fiestas familiares comenzaron a disminuir lentamente porque como sucede siempre a través del tiempo el mundo y las costumbres del hombre van cambiando para bien o mal y eso es irreversible, las gentes y sus costumbres van pasando y cada cierto lapso de existencia hay que dejar espacio y lugar a otros que traen nuevas ideas, nuevas costumbres, nuevas vivencias. Un amigo invitó a mi padre a su casa a probar un instrumento nuevo; el futuro según le dijo, una guitarra eléctrica que mi padre no supo manejar pero pudo apreciar que sus días como músico de fiestas habían terminado. El mundo cambia y nos arrastra a un despeñadero del cual no hay retorno y cada uno va, según sus experiencias matizando para dejar un legado de vivencias que pueda servir a generaciones que llegarán a ocupar los espacios vacíos. Las carretas tiradas por bueyes comenzaron a ser reemplazadas por pequeños camiones que hacían la misma tarea con mayor rapidez que no se podía soslayar el hecho que el mundo traía cambios y estos venían tan rápidos como el viento del sur que va arrastrando las hojas de los árboles y llevando el trinar de los pájaros lejos, muy lejos. Mi padre, hombre curtido por el sol y el viento que había caminado sobre la escarcha y el lodo vió como poco a poco su mundo se iba desvaneciendo delante de sus ojos, ya no quedaban animales que apacentar ni vacas que ordeñar. Lo que aún quedaba era la rutina de llevar el piso de mimbre y el chonchón a parafina hasta la cama, afinar la garganta y comenzar a leer: “Había una vez un reino donde vivía un adivino…” Como una brisa refrescante para hacer revivir una flor llegó un día por la mañana un señor que quería que mi padre amansara un potro que tenía y hasta ese momento nadie lo podía hacer; llegó hasta mi padre por recomendaciones. Mi padre ya había superado los cincuenta años y estaba un poco cansado pero aceptó el desafío para recordar épocas y glorias pasadas de cuando remontaba el viento sobre el “Engaño” que era su caballo favorito al que gustaba montar “en pelo” y sin riendas. El caballero quedó conforme con los resultados luego que mi padre le entregó el potro manso y listo para montar. El tiempo fue transcurriendo lento pero no dejó de transitar por el espacio así que se fueron acumulando días y meses además que el cabello fue blanqueando sobre las sienes pero cada noche al arrimar el piso de mimbre junto a la cama la voz gruesa y poderosa de mi padre comenzada su oración eterna: “Había una vez en un lugar muy lejano un rey…” Hoy en el atardecer de mi vida y cuando mi padre ya no está desde hace años, evoco aquellos días en que me enseñó a leer en una novela de aventuras del oeste, en que me llevaba a grupas en el caballo yendo en medio de una vega pantanosa buscando novillos extraviados, o bien enyugábamos los bueyes para colgar la carreta e irnos hasta las faenas de “emparva” de trigo para preparar la trilla y guardar talaje para el ganado en invierno. Lentamente igual que la lumbre del sol se apaga por las tardes la energía de mi padre que parecía indestructible fue disminuyendo y la visión se fue haciendo borrosa que ya no le era posible ver las letras en su libro de cuentos ni los dedos pudieron realizar alguno de aquellos acordes maravillosos en la guitarra que deleitaron a muchas personas y en especial a mi madre que quedaba completamente embobada escuchando y contemplando a su hombre con devoción y tal vez en su memoria recordando aquel vals peruano con que la enamoró hacía muchos años. Mi Padre ya no leía pero me hablaba de su niñez, de su juventud y de cómo su padre, mi abuelo le enseñó las artes de dominar los caballos y de saber cómo amar los animales que eran sus compañeros de trabajo y de vida. Un día anocheciendo le dije: “viejo, hoy vamos a cambiar de lugar”; llevé el piso de mimbre junto a la cama, abrí el libro de cuentos y comencé a leer: “Había una vez en un reino muy lejano, un Rey …” Mi padre se quedó dormido escuchando y sigilosamente, apagué la lumbre y me alejé de su lado. Por la noche sus pensamientos pasearon por toda su vida, recordaron detalle a detalle sus andanzas en los cerros ya fuera caminando entre piedras o bien a caballo arreando ganado; recordó sus “guitarreos” en Fiestas Patrias y de vecinos donde lo invitaban, recordó cuando conoció a su mujer que tanto amó, a sus hijos y nietos cuando de pronto apareció su caballo favorito, el “Engaño” y montando sobre él se remontó sobre las nubes y se alejó galopando hacia el infinito eterno. “Había una vez en un reino muy cercano, un padre que era un Rey…”
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