Emocionante relato de Carlos Guerrero que nos recuerda lo que fue PILPILCO.
Dice don Luis Rojas que Pilpilco era una ciudad aun antes de que se hablara por acá de ciudades… lo dice mientras desenrolla sus grandes planos de la ciudad y la mina, todo junto, porque son una misma cosa.. y es que don Luis no solo dibujó a mano esos planos que señalan líneas, casas, piques y escuelas, sino que además recorrió cada palmo de dicha ciudad en su labor de geólogo para la compañía carbonífera.. Don Luis, mientras habla de su antigua ciudad, a sus ochenta y algo años, parece descorrer el velo del tiempo para instalarse otra vez sobre las faenas… sus manos oficiadas a la labor de la mina parecen recordar por si solas los vetustos movimientos de la oficina..
Pilpilco, otrora la tierra de la esperanza, fue creciendo con oleadas de gentes enganchadas en todos los rincones del hambre, gente que viajaba con el apuro que solo la pobreza puede empujar, y sin embargo, es gente que llegó a darle a este pueblo una vida y un rostro que quedó grabado en la memoria de ellos; de los que estuvieron y de los que no, de los que lo vivieron y los que lo soñaron, de quienes lo construyeron y de quienes hoy en día ayudan a desenterrarlo, de la tierra, del olvido.
Pilpilco fue así un pueblo único, unido en el macilento camino que une a los hombres y pobladores en un caminar que muchas veces ni siquiera se sabe dónde ha comenzado, menos aún donde ha de ir o terminar. Sin embargo, y tal vez por ello, hacen de ese camino su espacio, su estar, su hogar. Eso fue este pueblo para ellos, su hogar mientras vivían, su estar mientras trabajaban, incluso más allá del sudor forzado o del incierto regreso cada día desde la mina.. más incierta era la vida fuera de este camino que dentro de él.
Pilpilco es una ciudad que habita en un lugar muy llano del recuerdo de mucha gente, un lugar a salvo de las inclemencias del tiempo y del progreso, un lugar en el que crece cada año que se aleja de sus años, un lugar fundado sobre duros cimientos de vivencias familiares, cruzado de largas calles de anécdotas, iluminado de risas y tardes de niños, un lugar que se mueve aún bajo los sonoros acordes de la locomotora Fresia… una ciudad que para verla, solo hay que sentarse a escucharla asomar de la boca de sus gentes, y ser testigo como, de a poco, asoman en sus manos y sus ojos la fisonomía de ese pueblo alegre de obreros, en medio de la montaña, en medio de la vida, estrujando sus vidas y el carbón con el mismo resuello…
Cada bocanada de su gente, exhala un pedazo de esa ciudad… Pilpilco es también otro pedazo, otra estación del largo viaje que hizo don Luis para estudiar Geología en Copiapó, viajando largos días en tren desde Lebu, palpando la dura realidad de su región, de su país, mientras estudiaba para ser un hijo de obrero geólogo y regresar a mejorar la labor de su gente, con muchos libros y planos encima, pero sobre todo con muchos viajes y caminos dentro, los mismos que dejo descansar sobre su pueblo; Pilpilco.. así como él, muchos otros, cientos de obreros y trabajadores, amansando juntos un pedazo de montaña, poniendo risas y copas en una esquina de sus vidas, ésta esquina que eligieron por terruño y que llamaron su pueblo.
Pilpilco, es una ciudad que nació desde la profundidad de la montaña y del carbón, pero también de la profundidad de la desesperanza de un país que trataba a sus obreros como fichas o enganches, de un país que contaba sus logros en diarios que nadie sabía leer, de un país que hacia parques de estilo francés mientras sus jardineros apenas si conocían el tocuyo..
y sin embargo, he aquí que ellos, estos mineros, supieron también excavar en su realidad para sacar lo bueno de ella, adornar con sencillos cardos las calles y plazas, llenar de risas y letras sus simples escuelas de tablas, hasta que todo ello fue de ellos, hasta que fue su pueblo.
Luego vino el presente, con su pesado manto de números y certezas, donde el viejo pique y su ciudad quedaron naufragando en medio de un país que otra vez ordenaba mudar sus vidas a otro lugar; así, como si se trata de muebles.. una mudanza decretada desde antes, desde siempre.. es por eso que la vida debía vivirse siempre en el ahora, porque el futuro era incierto, siempre lo fue para ellos.. el pasado era el camino desde el que se venía, el futuro era algo de lo que no valia la pena hablar, solo quedaba ese presente ancho y sudado de la mina y el pueblo, el que habían hecho entre todos, el único que conocían.. pero había que irse, como siempre, al camino..
Un día, la ciudad que estos obreros hicieron en el regazo de una montaña, fue cubierta de bosques, se sacaron sus casas y escuelas, se retiraron las líneas del tren, se quitaron los postes y las rejas, los adoquines se cubrieron de tierras y la hierba cubrió patios y jardines, un verdadero saqueo ante la mirada dolida de su gente… parecía el fin de sus vidas, de su pueblo, de Pilpilco..
Pero no.... había algo que no podía ser arrasado con las tablas y adoquines, habían restos que no pudieron ser desraizados en el apuro del abandono y del saqueo.. y es que el pueblo que habitaron en vida estos mineros, los habitó a ellos cuando el pueblo ya no estuvo… cada tarde de sus tardes, cada risa de sus risas, las de sus hijos y nietos, todas quedaron allí, enarboladas en una parte de sus memorias para no olvidar el lugar, para marcar el camino de regreso en el recuerdo.. desde allí, este pueblo de Pilpilco, ha seguido creciendo año tras año en ese espacio ancho y prolífico que es la memoria de sus obreros, pues ya no es solo la de ellos, sino la de sus hijos, nietos y amigos, quienes ayudan cada año a reparar en la memoria las paredes y calles de ese pueblo que habitan todos.. es este pueblo andante de memorias y risas, es este pueblo sonoro de tardes e infancias… es este pueblo… es este pueblo el que hoy habita a toda esta gente maravillosa, gente que se ha dado a la noble y hermosa tarea de cultivar un lugar para colocar sus recuerdos, de compartir ese lugar con los demás, de transformarlo en el punto de encuentro de amigos, familias y generaciones.. y todo, todo, mientras el mundo de acá afuera creía que su camino, su pueblo, Pilpilco, había desaparecido hace años…
Y así, cada verano, llegan cientos de personas, de todos lados, de todas las edades, a reunirse donde ahora no asoma sino un nutrido bosque de pinos y portones.. llegan reconociéndose desde lejos; los de la misma calle, los de la misma cuadrilla, los compañeros del colegio, los amigos de juegos, los colegas del tren, los turnos de la mima, todos, todos están allí, otra vez.. y, por un momento, prolongado luego durante el resto del año, el viejo pueblo de Pilpilco vuelve otra vez a la vida en una tarde estival como tantas otras de antaño… el viejo pueblo de Pilpilco, construido en el apuro del trabajo y de la errática trashumancia obrera, asoma otra vez su grueso tinglado de brazos y torsos, donde han quedado en vilo por años las historias de estos hombres, de sus familias.. y es aquí, en esa tarde ancha, donde las personas forman otra vez el pueblo que son, el pueblo que los habita desde hace tanto… cada uno, un pedazo de memoria alargado hasta esta pampa para acoplarse con otro, hasta que el ensamblaje de sus risas y recuerdos levanta otra vez esa querida silueta que susurra sus días más queridos… y Pilpilco conjura otra vez, otro año más, el olvido y el tiempo, la soledad y el monte.. todo gracias a ellos; el pueblo.. su pueblo..