A propósito de fútbol, donde aún no se apagan los ecos de la Copa América, re-publicamos una columna que hace unos años nos escribió Ricardo Altamirano y que recuerda, según él y otros tantos cañetinos de la época, al mejor jugador de fútbol que ha tenido Cañete, ABSALÓN SÁNCHEZ.
Muchos se preguntarán quien se esconde detrás de este bíblico nombre. Yo lo ignoraba hasta hace no mucho, cuando le pregunté a quien TENIA que saberlo. Al Tío Andrés
Al personaje lo conocía desde que tengo uso de razón, pero como todos, creo, solo lo conocíamos por El Chalo, Chalito como le decía su padre, Don Julio Sánchez Chico.
Cuando por razones de continuidad de estudios tuve que dejar Cañete, aterricé en Talca, donde pude ver fútbol profesional, ese que hasta entonces solo escuchábamos malamente por radio en las tardes de domingo, relatos que nos daban los argumentos necesarios para las conversaciones del día lunes en la Escuela. Generalmente, comentarios burlescos para los hinchas de los equipos que habían perdido.
Para ser honesto, creo que todos los alumnos éramos hinchas del Colo Colo, (el de los Robledo, Cremaschi, el Negro Muñoz, Misael Escuti.). Así que no había muchos de quienes reírse, porque el Colo Colo arrasaba en esa época. (A propósito, el primer partido de fútbol profesional que vi en mi vida fue Colo Colo / Rangers en el Estadio Nacional, en vísperas del 18 de septiembre. O sea, estaba todo dado para que “mi equipo” se luciera. Para mi desconsuelo y sorpresa del mundo futbolero… ganó Rangers. La caravana de vehículos que fue a esperar al equipo, de regreso a Talca, medía más de 50 kilómetros.)
Pero a que viene todo esto. A que en esos años, pude ver en Talca, no solo al Rangers y al Colo Colo, sino al equipo sensación de entonces - Palestino. Ese del cual se decía que no importaba cuantos goles le hicieran, porque ellos siempre hacían más.
El astro de ese equipo era Roberto Coll, El Muñeco. Cuando lo vi desplazarse por primera vez en la cancha del Fiscal de Talca, le comenté a mi padre “ ¡Pero si juega igual que el Chalo !”
El Chalo era el crack indiscutido del Caupolicán (con Choila Torres y el Ñico Vidal) y de la selección de fútbol de Cañete. Los que éramos del Alianza u otros clubes, íbamos al estadio con la secreta convicción que, pasara lo que pasara, el Caupo ganaba, sólo porque no había como parar al Chalo.
Famosa era la anécdota que le adjudicaban a Don Julio, su padre. Ellos vivían frente al estadio, por la calle que daba al sur y Don Julio la cruzaba y miraba el partido detrás del arco, lugar en que había un espacio en que faltaban algunos de los esos enormes cipreses que rodeaban todo el estadio y que le daban un sello muy especial a ese recinto deportivo. (En aciaga época, un señor ”arcarde” , los hizo cortar para transformar los añosos árboles en madera y leña, destruyendo el entorno más hermoso que había en las canchas de fútbol de la provincia)
Bueno, Don Julio se prendía de la reja y observaba jugar a sus hijos (el Chalo y el Nelo. Ocasionalmente venía a Cañete otro de los Sánchez, Elivio, que era muy atildado y elegante pero no era como el Chalo. El tío Andrés me contó que había otro hermano, mayor, “que jugaba de defensa y era casi tan bueno como tu padre”).Contaban que una tarde, Don Julio miró el partido unos minutos y le dijo a su señora que lo acompañaba, “vámonos vieja, tomó la pelota Chalito y se acaba la pelea, Gana el Caupo.” Y se fue no más.
Es que el Chalo parecía tener imán en los chuteadores. Con sus piernas algo curvadas, se movía con pasos cortitos y algo arrastrados, la pelota pegada al pié, cabeza arriba. Pique explosivo e improvisación sobre la marcha. Finta para allá, finta para acá, defensas en el suelo o mirando para el cementerio, toque y gol. Como aliancistas no lo queríamos mucho, pero cuando se trataba de la selección de Cañete, el Chalo era nuestra carta de triunfo en los inolvidables Campeonatos Provinciales.
Tenía el talento innato de los grandes. No era muy alto, así que no recuerdo haberle visto un gol de cabeza, pero tenía estado físico para todo el partido, defendía muy bien la pelota utilizando el menudo cuerpo y amortiguaba la pelota con el pecho, “como brasileño”, habría dicho más de algún comentarista actual..
En esa época había tres lugares para las pichangas de las tardes, especialmente en el verano, en que nos concentrábamos por barrio y por equipos. El Estadio, la “Plaza Pedro de Valdivia”, que era una manzana completamente vacía frente al antiguo hospital (allí iba yo) y la “Plaza Caupolicán”, que era la que menos servía, porque las diagonales que la cruzaban sólo dejaban unos espacios reducidos para las pichangas.
En la plaza Pedro de Valdivia, los del sector norte le dábamos hasta que se iba la “última garrocha de sol”, medida que nunca he sabido de donde salió, pero que todos usábamos como referencia. En verano, las pichangas terminaban oscureciendo y los más audaces e higiénicos la terminaban con unas zambullidas, abajo, en el río Tucapel.
Los del lado sur oriente pichangueaban en el Estadio, y allí estaba el Chalo, todas las tardes, haciendo cachañas y causando admiración entre la cabrería.
Cuando empecé a jugar en el equipo infantil de la Alianza, nuestro entrenador (Carlos Foulon, el Gordo), nos indicó que había que ir a las pichangas de la tarde en el Estadio, “para acostumbrarse a la cancha”. Generalmente los equipos se conformaban de acuerdo al orden de llegada e indiscriminadamente respecto a club, barrio o edad. Así que si uno estaba temprano, seguro integraba uno de los equipos. Hasta que se ponía el sol. Y allí me enfrenté al Chalo o me tocó ser parte de su equipo.
Jugar contra él era complicado, porque uno se exponía a hacer el ridículo, cuando le pasaba la pelota por cualquier parte. Hacía un “túnel”, finteaba para un lado y se arrancaba por otro. Las hacía todas.
Pero una tarde, (yo tenía como 12 años, pero era bastante desarrollado para mi edad), salgo a la marca del Chalo, utilizando un recurso futbolístico que me había enseñado mi padre ese verano- “mira siempre la pelota, no al jugador”. El Chalo me hace la finta de rigor y yo… nones. El Chalo sale para el otro lado y yo me quedo con la pelota en los pies. Me inundó una mezcla entre euforia y pánico, de modo que le pegué “un puntete” lo mas fuerte que pude y en eso el Chalo se acerca y me dice “Güena, rucio, güena”. Ese verano no dejé a nadie tranquilo contando que le había quitado la pelota al Chalo.
Después, en los sesenta, cuando, ya jugaba en los equipos adultos, me pasé al Caupolicán y jugué algunos partidos con él y por supuesto, a pesar que ya no era el de antes, era un honor jugar con ese compañero.
Hace unos ocho años, lo encontré en la Feria de Cañete y conversamos un rato. De fútbol, de mi padre, con quien compartió equipo en la selección de Cañete y pude contarle muchas de las cosas que cuento aquí. De lo mucho que lo admirábamos, de las alegrías que nos dio, cuando a Estadio lleno, le ponía magia a sus desplazamientos y todos lo aclamaban después de un gol.
Yo creo que si el Chalo hubiera nacido en esta época y tenido las oportunidades que muchos jóvenes tiene ahora, con escuelas de fútbol, chiledeportes, etc, etc, habría sido un crack de renombre. Porque además, era un ejemplo como persona. Nunca se burló de un rival. No recuerdo haberle visto una actitud reprochable como jugador, ni repartiendo”chuletas” para resarcirse de las que le llegaban con bastante frecuencia durante un partido. (Para eso estaba el Nelo, que era bastante rústico para la pelota, pero que cuando había que ponerla, la ponía). Y siempre cordial y atento.
Así que, con todo respeto por Carlos Caszely, el Rey del Metro Cuadrado, para mí fué y sigue siendo Absalón Sánchez, El Chalo, Chalito, ese que una tarde de verano tuvo la grandeza de decirle delante de todos, a un mozalbete que le quitó la pelota, “güena rucio, güena”, mientras, con gesto cariñoso, le pasaba la mano por la cabeza.
*** SIN COMENTARIOS INGRESADOS***